Capítulo 81: Donde empieza el perdón
Días después del mensaje de Anyu,
Joseph había vuelto a viajar a Republica Dominicana,
esperando el encuentro con la madre de Lili.
Él se había quedado en el departamento de Lili ya que ella se lo había dejado a Anyu.
Los días pasaban lentos, como si el tiempo mismo se negara a avanzar.
Joseph trataba de mantenerse ocupado, componiendo,
grabando, revisando entrevistas…
pero nada llenaba el vacío.
En las noches, cuando el ruido desaparecía, regresaban los recuerdos.
La risa de Lili, su voz suave corrigiendo una nota mal cantada,
el modo en que hablaba de su hermano como si aún estuviera con ella.
Y, peor que todo, el último mensaje.
"Lo siento por todo. Me voy con mi hermano."
Esa frase lo devoraba.
Anyu lo había preparado.
—No es una conversación fácil, Joseph.
—Lo sé.
—Y no es para que te defiendas. Ella no busca explicaciones. Solo…
necesita cerrar algo.
—Lo entiendo.
Y lo entendía. Porque él también.
La casa de la familia de Lili quedaba en las afueras de Santo Domingo,
lejos del bullicio, del escándalo, del internet.
Una casa pequeña, con pintura descascarada por el sol y una reja oxidada.
Pero cálida. Como Lili. Como su risa.
Joseph llegó con el corazón en la garganta.
Fue la madre de Lili quien abrió la puerta. No lloró al verlo.
Pero tampoco sonrió.
Sus ojos, profundos, lo atravesaron con una mezcla de dignidad y
dolor que le revolvió el estómago.
—Gracias por venir —dijo.
—Gracias por recibirme.
Se sentaron en silencio un rato.
Luego, ella habló.
—No voy a culparte. Sé que el mundo allá afuera necesita culpables.
Yo solo quiero entender.
—Pregunte lo que necesite.
Ella respiró hondo.
—¿Lili fue feliz contigo?
La pregunta lo desarmó.
Joseph tragó saliva.
—Sí. Pero no siempre. A veces… el mundo fue más fuerte que nosotros.
—¿Y tú?
—Yo la amé. Y fallé. La dejé sola cuando más me necesitaba.
Por miedo. Por presión. Por no saber cómo ser fuerte.
—¿Y ahora?
—Ahora trato de vivir como si cada canción fuera una disculpa.
Como si cada nota pudiera acercarme a ella.
—Eso no la traerá de vuelta.
Joseph bajó la cabeza.
—Lo sé.
Hubo otro silencio, más largo esta vez.
El tipo de silencio que se instala cuando dos
personas entienden que hay cosas que no pueden repararse.
Pero que pueden respetarse.
Finalmente, ella sacó algo de una pequeña caja:
era una pulsera de hilo rojo, gastada.
—Era de su hermano. La llevaba siempre,
incluso debajo del escenario.
—¿Por qué me la da?
—Porque ella murio con la suya nunca se la quitó.
Ni cuando cantaba, ni cuando lloraba. Si tú también la vas a llevar,
asegúrate de no olvidarla nunca.
Joseph recibió la pulsera como si fuera una reliquia.
Sintió que algo se le quebraba por dentro, pero no lloró. No en ese momento.
No frente a ella.
—Gracias —susurró—. Por confiar en mí, aunque no lo merezca.
—No es confianza. Es que no quiero quedarme con odio.
Al salir de la casa, Joseph no se sintió mejor.
El peso seguía allí.
Pero por primera vez, no era solo culpa. Era amor. Doloroso, real, y eterno.
Sabía que aún quedaba camino.
Que aún quedaban cosas por sanar, por enfrentar.
Pero también sabía algo más:
Lili no estaba del todo perdida.
Mientras su música viviera, mientras su historia fuera contada con verdad,
mientras alguien recordara su risa…
Ella seguiría allí.
Justo donde empieza el perdón.
Capítulo 82: Una canción para los que ya no están
La pulsera de hilo rojo colgaba de su muñeca izquierda mientras Joseph se sentaba frente al piano.
Había pasado una semana desde que visitó a la madre de Lili,
y aunque no podía decir que se sentía mejor, sí podía decir que respiraba distinto.
Como si algo en él se hubiera colocado en su lugar.
Afuera llovía.
El tipo de lluvia suave, nostálgica, que Lili decía que "limpiaba los pensamientos"
. aunque se queda horas mirando la lluvia caer como tonta, él amaba eso.
Joseph encendió el micrófono del estudio.
No tenía letra escrita, ni acordes definidos. Solo emociones acumuladas.
El piano empezó a sonar solo, con una melodía simple. Triste, pero cálida.
Como una despedida que no quería ser final.
Cerró los ojos.
Y pensó en ella.
Pensó en la primera vez que escuchó su voz cantar a través de una pantalla.
En cómo se rieron por horas esa noche.
En cómo poco a poco dejaron de verse como desconocidos y empezaron a reconocerse como refugio.
Y luego pensó en su hermano.
En lo que significaba para ella.
En cómo, incluso en los peores momentos,
Lili hablaba de él con esa mezcla de nostalgia y ternura que solo el amor verdadero permite.
Entonces, empezó a cantar.
“No sé si el cielo tiene teclas de piano,
ni si las estrellas graban nuestras voces.
Pero si allá donde están me pueden oír,
quiero que esta canción les abrace como antes lo hacía mi piel.”
“Hermano, cuídala.
Que a mí me toca seguir acá.
Con el corazón partido,
pero la voz intacta para contar su verdad.”
“Lili, si me escuchas…
esta vez no es para el mundo.
Es para ti.
Para los que se fueron antes.
Y para los que aún seguimos aprendiendo a vivir sin ustedes.”
Joseph no paró hasta que la canción estuvo completa.
No importaba si era perfecta. Era su recuerdo,
su dolor convertido en cancion, todo lo que sentía por ella que ahora ya no estaba.
Y cuando terminó, se quedó en silencio.
Por primera vez en mucho tiempo, no sintió la necesidad de hablar.
Ni de llorar.
Ni de explicar.
La música había hecho lo suyo.
Y en ese momento, entre acordes y ausencia,
Joseph supo que la memoria de Lili no solo sobreviviría. Viviría.
En cada nota.
En cada persona que la escuche sin conocerla, pero entienda su historia.
Y, sobre todo, en él.
Porque amar a alguien no se acaba con su partida.
Solo cambia la forma en que lo llevas contigo.
Capítulo 83: Volver a donde todo comenzó
Joseph recibió días atrás una invitacion,
pensó en negarse hasta que vio el mensaje
estamos organizando un homenaje a
Lili para darle el último adiós
entonces decidió asistir
El evento homenaje a Lili se organizó en apenas semanas por parte de artistas,
fans y organizaciones culturales que habían seguido
su historia desde los primeros streams.
No era un festival comercial ni un espectáculo vacío:
era un acto de amor.
El escenario estaba montado en la plaza de la cultura, al aire libre.
Sin luces estridentes. Sin pantallas gigantes.
Solo un micrófono, flores blancas… y su música.
La gente llegaba en silencio.
Muchos con camisetas con frases de sus canciones.
Otros con velas. Otros solo con el corazón abierto.
Joseph caminó detrás del escenario junto a Anyu,
que no se separaba de él desde hacía días.
—¿Estás listo? —preguntó ella.
—No —dijo él, sin mentir—. Pero voy igual.
Anyu le sonrió con ternura.
—Así hacía ella las cosas también.
Cuando Joseph subió al escenario,
la multitud lo recibió en un silencio respetuoso.
Él respiró hondo. Tenía la pulsera roja en su muñeca, y el piano frente a él.
—Gracias por estar aquí —dijo al micrófono, la voz apenas quebrada—.
No vengo a cantar como artista.
Vengo a cantar como alguien que amó a Lili.
Y que todavía la ama.
Una pausa. Nadie hablaba.
—Esta canción no tiene nombre oficial. Porque es de ella.
Porque se la escribí sabiendo que ya no me oiría con los oídos,
pero tal vez sí con el alma.
Y porque… esta vez, cantar no duele.
Porque cantar me la devuelve.
Se sentó. Y tocó.
La canción fluyó como una plegaria. Sin adornos.
Sin pretensiones.
Cada nota era una lágrima.
Cada verso, una herida que se cerraba lentamente.
Y cuando terminó, no hubo aplausos.
Hubo silencio. De ese que pesa. De ese que transforma.
Hasta que una niña del público alzó una flor blanca y
la dejó frente al escenario.
Y luego otra.
Y otra.
Y otra.
Hasta que el suelo se llenó de flores.
Esa noche, Joseph no volvió al departamento.
Caminó por la ciudad hasta llegar al malecón.
Se sentó solo, con los zapatos en la mano, y miró el mar.
—Lo logré, Lili —susurró—. Te canté en tu tierra.
Te devolví el eco que dejaste en mí.
Y por un momento… el viento le pareció una risa.
Su risa.
Porque el amor no siempre termina en finales felices.
A veces, termina en homenajes.
Y esos, cuando son verdaderos, duran para siempre.
Capítulo 84: Las paredes que aún cantan
El departamento estaba tal como ella lo habían dejado.
Las tazas en el estante, los post-its con letras de
canciones pegadas en la nevera,
las libretas desordenadas junto al sofá, y su aroma…
todavía flotando, como si el tiempo se
hubiese detenido justo antes de su partida.
Joseph cerró la puerta con suavidad.
No habia regresado desde el homenaje (que paso hace 3 días)
Había evitado ese espacio como si cruzar
esa puerta fuera también confirmar su ausencia. Pero ahora,
después del homenaje, después del silencio…
necesitaba volver.
No a buscarla, sino a sentirla una vez más.
Se dejó caer en el sofá donde ella solía sentarse en pijama,
escribiendo a mano ideas absurdas,
nombres para canciones que nunca llegaron a grabar,
frases que solían hacerlos reír.
Encendió el altavoz del estudio improvisado
que tenían en la esquina del comedor.
Puso una de las primeras maquetas.
Sus voces cantando juntas,
desincronizadas, desafinadas…
Pero felices.
—"La canción no tiene que ser perfecta si somos reales",
—le decía ella mientras se tiraba en el suelo con los pies al aire.
Joseph sonrió con los ojos húmedos.
—Y eras tan real, Lili…
Revisó uno de los cuadernos. En la primera página estaba la letra original de
“Susurros a la Distancia”, con tachones y garabatos.
Abajo, en tinta violeta, Lili había escrito:
“Lo importante no es que nos escuchen, sino que nos sientan.”
Joseph pasó las páginas como si tocara reliquias.
Canciones que nunca lanzaron.
Ideas que solo existían entre ellos.
Secretos que vivían en los márgenes.
Fue a la cocina. Abrió el gabinete.
El café favorito de Lili seguía allí, casi intacto.
Se sirvió una taza.
Se sentó en la mesa donde solían discutir sobre las letras, sobre el ritmo,
sobre lo “demasiado cursi” o lo “no lo suficientemente loco”.
Y entonces… lo vio.
Una pequeña nota pegada bajo el reloj de pared.
Era su letra.
“J: no olvides que lo que hicimos aquí fue magia.
Si algún día el mundo te aplasta, vuelve acá.
A recordar que un día todo fue tan sencillo
como cantar juntos con la ventana abierta.”
Joseph se quebró.
Las lágrimas le bajaron sin permiso.
Porque todo estaba allí, aún cuando ella ya no.
El álbum que crearon juntos no era solo música. Era su historia.
Su hogar. Su lenguaje secreto.
Esa noche, Joseph durmió en la cama de Lili.
No por nostalgia, sino por necesidad.
De sentirla.
De reconciliarse con los recuerdos.
De no tener que explicar nada a nadie.
Solo dejar que el eco de los seis meses vividos juntos
llenara el aire como una canción que no termina nunca.
Y cuando amaneció, con el primerJoseph supo que aún quedaban capítulos por escribir.
No con ella.
Pero por ella.
Capítulo 85: El video que nunca envió
El amanecer entró suave por las cortinas.
Joseph no había dormido mucho.
Aún en la cama de Lili, con su aroma flotando en las sábanas,
los recuerdos eran tan nítidos que dolían como puñales.
El silencio en el departamento era distinto: no vacío, sino expectante.
Como si algo —algo importante— aún esperara ser descubierto.
Fue al escritorio, donde solían guardar discos duros,
memorias, y viejas grabaciones.
Buscando por instinto, como si su cuerpo
supiera lo que su mente aún no quería enfrentar,
Joseph encontró una memoria USB sin nombre, sin etiqueta.
Solo una flor pequeña dibujada con marcador rojo.
La conectó a la laptop.
Un solo archivo.
"VID_Lili_final.mp4"
Fecha: tres semanas antes de su muerte.
Su corazón se detuvo un segundo.
Todo su cuerpo se tensó.
Le temblaban las manos al darle play.
La imagen apareció.
Era Lili.
Sentada en el piso del cuarto, con la cámara apoyada sobre un mueble.
El cabello desordenado.
Ojeras profundas.
Los ojos enrojecidos.
No llevaba maquillaje. Ni sonrisa.
Solo una voz quebrada y una mirada vacía.
—“No sé por qué grabo esto. Tal vez solo quiero sentir que le hablo a alguien.”
Joseph sintió un nudo en el pecho.
Lili miraba fijamente al lente, pero era como si no viera nada.
—“Joseph… Si alguna vez ves esto, no te estoy culpando. Pero…
¿por qué no me respondiste?
¿Por qué desapareciste justo cuando más ruido tenía en la cabeza?”
Lagrimas empezaban a correrle por las mejillas en el video.
—“Yo intenté ser fuerte. Hice los streams, fui a los eventos.
Fingí que estaba bien. Pero después del álbum todo cambió.
Me volvieron invisible. Me atacaron. Me culparon por existir.
Por quererte. Por cantar contigo.”
Corte.
La pantalla se puso en negro unos segundos y volvió.
Ahora, Lili grababa desde la cama, de noche. Ojeras más marcadas.
Las luces apagadas. Solo una lámpara tenue.
—“Hace tres días que no duermo.
Cada vez que cierro los ojos, veo los comentarios.
Escucho sus risas. Veo la cara de Kaori diciendo que todo fue una mentira.
¿Sabes lo peor? Empiezo a creerlo.”
Joseph apretó los puños. Las lágrimas ya le caían por el rostro.
—“¿En qué momento me convertí en una carga para ti?
¿En qué momento decidiste que era más fácil callar que defenderme?”
—“Yo no quería fama. Solo quería cantar contigo.
Volver a la normalidad. Hacer bromas en medio de las maquetas,
compartir arroz con huevo a las 3 de la mañana…”
Pausa. Respiración entrecortada.
—“Ahora no tengo fuerza. No tengo ganas.
Y tú estás en todas partes… menos aquí.”
Silencio.
Y luego, lo más duro.
—“Si algún día vuelves a este apartamento, por favor…
no busques perdonarte. Solo recuerda que yo sí te esperé. Hasta el último día.”
La pantalla se apagó.
El archivo terminó.
Joseph cerró los ojos, apretando los dientes.
Un grito ahogado se le escapó del pecho.
Como si todo el dolor contenido durante meses explotara de golpe.
Quiso romper algo. Golpear algo.
Pero se dejó caer al suelo.
En el mismo lugar donde Lili se sentó a grabar.
Y lloró.
No como artista.
No como víctima.
Sino como hombre.
Como el que falló.
Horas después, aún con los ojos rojos, Joseph conectó su micrófono.
Grabó un solo audio.
No una canción. No una producción.
Solo su voz.
—“Lili… lo vi todo. Lo escuché todo. Y no hay nada que pueda hacer
para devolverte lo que merecías. Pero prometo una cosa: nadie va a
silenciar tu historia. Ni tu música.
Ni tu verdad. Me lo grabo en la piel si es necesario.
Y si algún día te vuelvo a encontrar, en esta vida o la siguiente…
te voy a escuchar. Esta vez… no te dejaré sola.”
Guardó el audio.
Lo nombró: “Respuesta que llegó tarde”.
Y por primera vez, en mucho tiempo,
el llanto no era por la culpa.
Era por el amor.
Ni siquiera con el silencio.
Capítulo 86: Lo que aún puede salvarse
Joseph pasó toda la noche despierto.
El video seguía allí, en la memoria USB, como un puñal brillante.
Ya lo había visto tres veces. Y las tres veces,
sintió cómo se le quebraba algo que no sabía que aún estaba entero.
No sabía si era odio a sí mismo o amor incondicional
lo que lo hacía querer compartirlo.
Tal vez ambas cosas.
La canción final de Lili esa que recibió horas antes de que ella desapareciera,
estaba guardada también. Nunca la había publicado. Nunca la había tocado.
Ni siquiera le había puesto título.(Aclaración: él había publicado sólo
un fragmento de la canción en la red de Lili mas no la canción completa)
Pero ahora entendía por qué.
No podía hacerlo antes de ver ese video.
No podía compartir su voz sin su verdad.
Alex fue el primero en saberlo.
—¿Estás seguro? —le preguntó, sentado al otro lado del estudio.
En Panamá
—Ella me lo pidió. Aunque nunca me lo dijera en palabras.
—Si haces esto… la gente va a verlo todo. A ella rota.
A ti ausente.
—Sí. Pero ya lo viví. Ahora quiero que lo entiendan.
—¿Y si lo usan en tu contra?
—Entonces será como siempre fue:
ella recibe las piedras primero.
Esta vez, prefiero que me las lancen a mí.
Publicó un comunicado sencillo.
“Hay una parte de esta historia que no se contó a tiempo.
Hoy quiero que sea su voz la que lo diga. No mía. Esta fue Lili.
La real. La que muchos prefirieron ignorar. La que gritaba en silencio.
La que amé y no supe cuidar. Si la escuchas,
hazlo con el respeto que merecen los que ya no pueden defenderse.
Esta fue su última canción ahora completa. Y este, su último mensaje.”
Adjuntó el video.
Y la canción.
Juntas.
Sin censura.
Sin edición.
La publicación se volvió viral en minutos.
Al principio, hubo conmoción.
Después, llanto colectivo.
Y luego… furia.
Furia hacia Kaori.
Hacia la industria.
Hacia todos los que se burlaron.
Hacia todos los que miraron hacia otro lado mientras ella se apagaba.
La canción, titulada por Joseph como “Carta al mar”,
subió al número uno en menos de doce horas.
No por campaña.
No por estrategia.
Sino por lo que contenía una verdad desgrasadora y triste.
En cada nota se escuchaba el cansancio, el amor, la herida.
Y cuando el video llegaba al final, con Lili diciendo “yo sí te esperé,
hasta el último día”, las redes estallaban en miles
de comentarios con una sola palabra:
“Perdón.”
Joseph no salió de casa ese día.
Se quedó viendo los mensajes llegar.
Muchos insultándolo.
Muchos agradeciéndole.
Algunos simplemente diciendo: “Yo también callé cuando debí hablar.”
Pero más allá de eso, sentía que ella ya no estaba sola.
Porque ahora el mundo la escuchaba, sin filtros.
Sin maquillaje.
Sin etiquetas.
Y eso, aunque no la devolviera…
la honraba.
Al cerrar la laptop, Joseph se sentó frente al piano.
No tenía idea qué canción venía después.
Pero sabía una cosa:
La siguiente la compondría con la verdad desde el primer acorde.
Por Lili.Por todos los que gritaron en silencio.
Y por él mismo, tratando —por fin— de sanar.
Capítulo 87: Ruido y Silencio
El mundo no fue el mismo después del video.
En menos de 24 horas, el nombre de Lili Saito estaba en todos los titulares.
Pero no como antes.
No como una promesa emergente o la chica detrás del escándalo.
Ahora, era el símbolo de todo lo que estaba mal en la industria,
en las redes, en la manera en que las personas trataban a
otras desde el anonimato de una pantalla.
Y más aún: era la voz que nadie escuchó
hasta que fue demasiado tarde.
En Japón, Kaori cerró sus redes.
Negó el video al principio.
Después intentó justificarlo.
Pero las cosas que decía en la grabación filtrada donde
admitía manipular a Joseph, usar su imagen y
lanzar versiones para aprovechar el álbum…
eran demasiado claras. Demasiado evidentes.
Varias marcas cortaron contrato con ella.
Programas de entrevistas cancelaron sus apariciones.
Y su canal perdió miles de seguidores por minuto.
En República Dominicana, la comunidad de creadores de contenido
organizó un homenaje público en la plaza donde
Lili solía grabar sus primeros lives.
El lugar se llenó de flores, pantallas transmitiendo su último video,
y músicos interpretando sus canciones.
En Panamá, artistas independientes comenzaron a movilizarse
para crear un fondo en su nombre, enfocado en
salud mental para creadores jóvenes.
La frase:
“Yo sí te esperé”,
empezó a verse en murales, camisetas, canciones.
No como reproche.
Sino como promesa.
Y Joseph…
Joseph no hablaba.
No daba entrevistas.
No salía en cámaras.
No respondía a los mensajes de los medios.
No posteaba nada más.
Solo escuchaba.
Veía.
Y lloraba.
Una semana después, Joseph decidió que era hora.
Le pidió a Anyu que lo llevara.
La tumba de Lili estaba en un cementerio rodeado
de árboles frondosos, cerca del mar.
No era ostentosa.
Era sencilla.
Con una placa de piedra clara que solo decía:
Lili Saito
“Donde el amor cantó, aún el silencio tiene eco.”
Joseph se arrodilló frente a ella.
Traía consigo dos cosas:
Una carta escrita a mano.
Una pequeña grabadora.
—No quise venir antes —murmuró—. No tenía derecho.
El viento soplaba suave.
—Ahora entiendo que eso no importa. Que el derecho o no…
ya no pesa. Que lo que importa es que estás aquí.
Y yo también.
Dejó la carta sobre la lápida.
La grabadora, la encendió.
Y empezó a hablar.
No a cantar.
No a explicar.
Solo a hablarle.
—Me dolió ver ese video. Me destrozó. Pero también me
enseñó que la ausencia no empieza con la muerte.
Empieza con el silencio.
Y yo me quedé callado.
Te dejé sola.
Me escondí cuando más me necesitabas.
Y aún así… me esperaste.
Se quebró un poco, pero continuó.
—No vine a pedir perdón. Eso sería muy fácil.
Vine a decirte que voy a cuidar tu voz. Que no la voy a dejar morir.
Que la próxima vez que una chica como tú grite en silencio…
yo voy a escuchar.
Sacó una pulsera roja y la ató con cuidado a una de las
flores que decoraban la tumba.
—Esto es por ti. Por tu hermano.
Y por mí, tratando —aunque sea tarde— de ser un poco mejor.
Se quedó allí dos horas.
En silencio.
A veces lloraba.
A veces simplemente observaba el cielo.
En un momento, una mariposa amarilla se posó sobre la lápida.
Joseph no creía en señales.
Pero esa vez, solo esa vez… la dejó estar.
Al irse, supo que la historia aún no había terminado.
Pero también entendía algo:
Ya no era una historia de amor rota.Era una historia de memoria, de aprendizaje.
Una historia donde la música, el dolor y el amor…
Capítulo 88: Fantasmas con perfume a verdad
El sol empezaba a ocultarse cuando Joseph decidió irse.
El cielo estaba teñido de naranjas y violetas,
y la brisa salada del mar empezaba a empujar el silencio
del cementerio. Joseph se despidió en voz baja, con la mano sobre la lápida.
—Hasta luego, Lili...
Tomó su mochila, guardó la grabadora, y se encaminó
por el sendero de grava que cruzaba el jardín central del camposanto.
Fue entonces cuando la vio.
Cabello suelto.
Vestido blanco.
Una figura esbelta caminando entre las lápidas, a contraluz.
Tenía el mismo andar despreocupado.
Los mismos rizos cayendo por la espalda.
La misma silueta.
El corazón de Joseph dio un vuelco tan brutal que por un segundo se sintió mareado.
—No puede ser…
Su paso se aceleró.
—¿Lili?
La figura giró ligeramente el rostro.
Fue un segundo.
Pero fue ella.
Sus ojos. Su nariz. Su boca.
Joseph corrió. No pensó. No dudó.
—¡LILI!
Ella empezó a caminar más rápido, alejándose del centro.
Salió por un costado del cementerio,
por la verja lateral que daba a una calle pequeña.
Joseph la siguió.
—¡Espera! ¡Por favor!
Sus pasos resonaban en el concreto mojado.
La calle estaba vacía, silenciosa, casi fantasmal.
La figura dobló en una esquina.
Joseph corrió detrás.
Y allí estaba.
De espaldas.
De pie frente a una pared con murales coloridos.
—¿Lili?
La figura se giró.
Era ella.
Pero no era ella.
La chica lo miró confundida.
Tenía sus mismos ojos.
Su misma voz, cuando dijo:
—¿Disculpa?
Pero no tenía su alma.
No tenía ese brillo inconfundible.
No tenía las heridas.
Joseph se quedó helado.
—Perdón… yo pensé que…
Ella frunció el ceño.
—¿Eres Joseph Tamashi?
Él tragó saliva.
—Sí.
La chica rió con nerviosismo.
—Wow… no sabía que venías por aquí. Pero…
¿por qué corrías detrás de mí?
Joseph bajó la mirada. El aire se le escapaba del pecho.
—Creí que eras alguien más.
—¿Una ex?
—No.
—Era mi todo.
Ella no supo qué responder.
Él dio un paso atrás.
—Lo siento. Fue una confusión. Te pareces mucho a alguien que ya no está.
—Está bien… hablas de Lili supongo ¿estás bien tú?
Joseph negó lentamente.
—No. Pero gracias por preguntar.
La chica sonrió con incomodidad.
—Soy Mia, por cierto.
Él le devolvió la mirada.
—Joseph.
—Sí… ya lo se te vi en la Tele y el homenaje.
Ambos se rieron apenas, y luego el silencio volvió.
—Espero que encuentres a quien estás buscando —dijo ella.
Joseph apretó los labios.
—Yo también.
Y se fue.
Sin mirar atrás.
De regreso al auto, con las manos temblorosas en el volante,
Joseph no sabía si sentirse ridículo, herido o simplemente agotado.
Pero una idea le cruzó como un relámpago:
¿Y si no fue una casualidad?
¿Qué si Mia no era solo una coincidencia?
No porque fuera Lili. Sino porque tal vez…el universo todavía tenía algo más que decirle.
Capítulo 89: Algo en ella
La noche cayó sobre Santo Domingo con una suavidad inusual.
Las luces de la ciudad parpadeaban como estrellas artificiales,
indiferentes a las tormentas internas de quienes caminaban bajo ellas.
Joseph no podía dejar de pensar en ella.
Mía.
Ese nombre —nuevo, simple, común—
le había quedado grabado como si se tratara de
una nota musical mal colocada en una partitura perfecta.
Algo en él sabía que había más.
Que algo no encajaba.
Volvió al departamento de Lili y se encerró.
Encendió la grabadora.
Volvió a escuchar su voz.
Comparó cada entonación, cada silencio.
No era igual.
Pero era tan parecida que dolía.
—No puedo estar perdiendo la cabeza —se dijo en voz alta.
Y, sin embargo, ya había comenzado a buscar.
Dos días después, Joseph volvió a la calle donde había visto a Mía.
Se sentó en la banca frente al mural y esperó.
Durante horas.
Caminó las calles cercanas.
Entró en la cafetería más próxima.
Mostró su foto a algunos empleados.
Nada.
Pero al tercer día, la suerte —o el destino— cambió.
Una señora que vendía empanadas lo reconoció.
—¿Usted es el del álbum de la chica que se murió?
Joseph tragó saliva. Asintió en silencio.
—¿Está buscando a Mía?
Se le aceleró el corazón.
—¿La conoce?
—Viene por aquí casi todos los días.
Va a la casa de los niños huérfanos, ayuda con las tareas.
Siempre anda con una libreta, escribiendo canciones.
Joseph sintió como si el mundo se detuviera.
—¿Canciones?
—Sí. Aunque ella dice que solo escribe cosas que le
suenan en la cabeza… cosas que no sabe de dónde vienen.
Esa noche, Joseph no durmió.
La imagen se repetía en su cabeza:
Una mujer idéntica a Lili,
escribiendo letras que no sabía que eran suyas.
¿Era posible?
¿Podía el mar devolverla, rota, vacía, pero viva?
¿Podía el corazón reconocer lo que la mente no recordaba?
La mañana siguiente, volvió al lugar.
Esperó.
Y entonces la vio.
Mía caminaba por la acera,
con una bolsa de pan y una libreta bajo el brazo.
Joseph se puso de pie. El corazón le latía con fuerza.
—Mía —dijo con suavidad.
Ella se giró. Lo reconoció.
—¿Tú otra vez?
—Sí. Yo… quería pedirte disculpas.
Por haber sido tan intenso el otro día.
Mía sonrió con amabilidad.
—No pasa nada. ¿Quieres un café?
Entraron juntos a la pequeña cafetería de la esquina.
Pidieron dos tazas y se sentaron cerca de la ventana.
—¿Puedo preguntarte algo personal? —dijo Joseph.
—Depende qué tan personal.
—¿Quién eres?
Mía parpadeó. Tomó aire.
—No lo sé.
Silencio.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Desperté hace unos meses en un hospital.
Me dijeron que me habían encontrado flotando en la costa.
Golpes, hipotermia… y amnesia.
Nada en mi cuerpo me decía quién era. Ni mi nombre.
Joseph se quedó sin palabras.
—Mía… fue el nombre que me dieron allí. Porque yo no podía recordar el mío.
Joseph sintió que el mundo le giraba debajo.
Ella bajó la mirada.
—Sé que suena como una telenovela barata… pero es lo que pasó.
—No. No lo es —susurró él.
Se atrevió a preguntar:
—¿Y nunca nadie vino a buscarte?
Ella negó.
—Aún nadie, aunque los doctores me cuidan mucho.
Joseph tragó saliva, tembloroso.
Quiso decirle la verdad.
Gritarle que ella era Lili.
Que había llorado su tumba.
Que había escuchado su última canción.
Que la había amado con todo lo que tenía.
Que la seguía amando.
Pero su voz no salió.
Porque en ese momento entendió algo:
Mía no estaba lista para recordar.
Y él no estaba listo para romperla otra vez.
Así que solo sonrió, con dolor en la mirada.
—¿Puedo volver a verte?
Ella lo observó.
Inquieta. Curiosa.
—¿Por qué?
—Porque creo que… tú y yo tenemos una historia que aún no está escrita.
Mía lo miró, sin entender.
Pero algo en sus ojos —Hizo que no pudiera decirle que no— le respondió que sí.
Aunque no supiera por qué.
Capítulo 90: Quedarse sin romper
La idea de tenerla de nuevo frente a él era tan absurda, tan imposible,
que Joseph se sentía como caminando sobre una
cuerda floja tendida entre dos universos.
Uno donde Lili había muerto.
Y otro donde Mía no sabía que era ella.
Durante los días siguientes, Joseph se acercó a Mía con cuidado.
Nunca forzando, nunca demasiado intenso.
Simplemente estando allí.
Pasaba a buscarla al final de sus turnos en la casa de niños.
Le llevaba empanadas.
Caminaban por el malecón.
A veces se sentaban a escribir en silencio.
Otras hablaban de música, sin saber que compartían el mismo origen.
Mía no sospechaba.
Pero algo en ella se encendía cada vez que estaban juntos.
Una tarde, mientras tomaban café frente al mar, Mía escribió una estrofa en su libreta.
Joseph la leyó sin que ella lo notara.
“Me persiguen voces
con acento de canción
y un nombre que no sé si soñé
o si una vez fui yo.”
Joseph apretó el lápiz entre sus dedos.
La letra era inconfundiblemente suya.
Lili estaba allí.
Detrás de esa mirada nueva.
Escondida. Viva.
Pero si la apuraba, si le decía todo de golpe…
Podía perderla otra vez.
Y esta vez, no había mar para devolverla.
Joseph comenzó a investigar por su cuenta.
Fue al hospital más cercano a la zona donde la supuesta Mía había sido encontrada.
Mostró fotos de Lili.
Al principio, los médicos dudaron. Luego, uno lo reconoció.
—La chica de la playa. La encontramos flotando cerca de las piedras.
Tenía fractura costal, golpes en la cabeza, una contusión cerebral grave.
No hablaba. No recordaba nada. Pero cantaba en sueños.
—¿Cantaba? —Joseph preguntó, como si le hubieran disparado al pecho.
—Sí. No letras completas. Pero tarareaba melodías con lágrimas en los ojos.
Le mostraron los registros.
El ingreso fue apenas cuatro días después de la noche en que Lili desapareció.
Los tiempos coincidían perfectamente.
Con el informe en mano, Joseph supo que ya no era un presentimiento.
Ni una fantasía.
Era ella.
Había vuelto.
Partida en mil pedazos.
Pero viva.
Y aún así…
No podía decírselo.
No todavía.
Porque una verdad dicha demasiado pronto también puede matar.
Esa noche, la llevó a un bar pequeño con música en vivo.
Un sitio tranquilo, donde los músicos tocaban sin pretensiones.
Joseph le pidió una canción al guitarrista.
Cuando la melodía comenzó, Mía se quedó inmóvil.
No era una canción de radio.
Era una vieja melodía que Lili solía cantar en la cocina, mientras hacía café.
Mía se llevó la mano al pecho, confundida.
—¿Estás bien? —preguntó Joseph con voz baja.
—Esa canción… ¿cómo se llama?
—No tiene nombre.
—Siento que… ya la escuché.
Joseph solo la miró.
Le sonrió.
—Tal vez en otra vida.
Esa noche, Mía soñó con fuego.
Con un estudio de grabación.
Con un chico de voz suave y ojos tristes.
Al despertar, tenía lágrimas en los ojos sin saber por qué.
Joseph la vio al día siguiente.
No dijo nada.
Solo la abrazó.
Mía no sabía lo que él guardaba.
Pero cada vez que sus brazos la rodeaban, algo en su alma se acomodaba.
Como si, aunque no entendiera nada…
ya estuviera en casa.
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