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lunes, 7 de julio de 2025

Isla: Donde Nace el Tambor HISTORIA COMPLETA

Título: "Isla: Donde Nace el Tambor"

Género: Fantasía Caribeña / Realismo mágico / Aventura
Ambientación: República Dominicana (zonas rurales, costas, montañas y Santo Domingo)


🌴 Sinopsis:

Isla no es una chica común. Nació del mismo corazón de la tierra dominicana, 

con una misión secreta: 

proteger el Equilibrio de los Elementos que hacen florecer su isla 

—el ritmo, el agua, la tierra, el fuego del sol, y el espíritu del pueblo.

Pero cuando un antiguo mal regresa desde las profundidades del mar Caribe 

—una sombra olvidada llamada Yuma—, que busca devorar la alegría 

y robar los colores del mundo, Isla deberá embarcarse en un viaje por todo

 el país para despertar a los Guardianes Ancestrales:

 el Tamborero, la Montaña Vieja, la Ceiba que canta, y la Ola de Cristal.

En su camino, Isla descubrirá secretos sobre su origen, 

se enfrentará a seres míticos como 

el Ciguapa de los ojos tristes y el Bacá del olvido, 

y tendrá que decidir entre ser símbolo… o ser sacrificio.

Porque hay momentos en que hasta la alegría necesita una guerrera.


Capítulo 1: La Niña del Arcoíris

En una madrugada silenciosa, antes de que los gallos cantaran en Higüey y antes de que el sol rozara el mar Caribe, nació una niña con el cabello dividido en siete colores.

Su madre, María del Sol, no gritó de dolor al traerla al mundo, sino que cantó. Una melodía antigua, suave, de las que solo conocen las mujeres sabias de los campos. Los pájaros despertaron antes de tiempo y el cielo se tiñó de colores más vivos de lo normal, como si el mismo universo quisiera mirar a la recién llegada.

—Ella no es solo nuestra —dijo la partera con los ojos brillantes—. Esta niña es de la tierra.

Le llamaron Isla, aunque su verdadero nombre, el que solo los espíritus conocen, era República Dominicana.

Desde pequeña, Isla caminaba descalza sobre la tierra caliente, y las flores seguían sus pasos como si la adoraran. Las mariposas dormían en su pelo, y cuando lloraba, la lluvia caía en los campos con la dulzura de una canción triste. Nadie sabía cómo, pero donde ella iba, pasaba algo. Algo que ni los curanderos ni los viejos del pueblo podían explicar.

Vivía con su abuela, Mamá Yaya, una mujer de piel curtida por el sol y manos que sabían leer la tierra. Le contaba cuentos en las noches mientras trenzaba su cabello multicolor.

—Tú no eres como los demás, Isla. Tú eres el latido de esta tierra. Y cuando llegue el momento… los colores que llevas serán el escudo de todos.

Isla no entendía mucho, pero sentía cosas. Sentía cuando el río estaba triste, cuando el tambor no quería sonar, cuando el viento estaba cansado. A los ocho años, ya sabía hablar con los árboles. A los diez, bailaba bajo la luna como si fuera parte del cielo.

Un día, mientras recogía agua en una tinaja cerca del río Chavón, vio algo extraño. Las aguas, siempre claras y alegres, estaban oscuras. No negras, no sucias. Opacas, como si les hubieran robado el alma.

Tocó el agua, y sintió un frío que le recorrió el cuerpo.

—¿Qué te hicieron, río? —susurró.

De pronto, una voz salió del fondo, como si hablara desde una grieta en la tierra:

Viene… el que devora colores…

Isla retrocedió, dejando caer la tinaja. El agua salpicó a su alrededor, pero no mojó su ropa. Era como si el agua la reconociera.

Corrió a casa, el corazón latiendo como tambor de palo en fiesta patronal.

—¡Mamá Yaya! ¡El río habló! ¡Dijo que viene algo que devora colores!

La anciana dejó caer su cuchara de madera. Sus ojos se nublaron.

—Entonces es verdad… —murmuró—. El Yuma despierta.

—¿Yuma?

—Una sombra. Una oscuridad antigua. Viene cada cien años… y tú, Isla… tú eres la única que puede detenerlo.

Isla sintió que el mundo se abría debajo de sus pies.

Ella solo quería bailar, cantar, y hablar con las flores.

Pero el destino tenía otros planes.

Capítulo 2: Donde la Tierra Canta

Esa noche, Isla no durmió.

Se sentó en la galería de la casa de Mamá Yaya, envuelta en una sábana que olía a tabaco y anís, mirando las estrellas. El viento soplaba suave, pero traía consigo un murmullo: un susurro antiguo que parecía cantar desde las entrañas del suelo.

—Escucha —dijo Mamá Yaya mientras le servía un té de hoja de naranjo—. Ese no es cualquier viento. Es la tierra, niña. Está avisando.

—¿Avisando qué?

La anciana miró hacia el este, hacia donde el sol salía cada mañana, y murmuró:

—Que llegó la hora.

Al día siguiente, Isla fue llevada a un lugar que jamás había visitado: La Cueva del Tambor Callado, un sitio que muchos creían leyenda. Estaba escondida entre los cerros de Bonao, cubierta de helechos y protegida por árboles que jamás habían sido cortados. Según Mamá Yaya, allí dormía el corazón del ritmo de la isla.

—Si el Tambor Callado despierta, el alma de la isla despierta con él —explicó—. Pero solo alguien elegido puede hacerlo sonar.

La entrada a la cueva tenía grabados antiguos: caritas redondas, manos en forma de espiral, y símbolos taínos que brillaban ligeramente cuando Isla se acercó. Al tocar la roca, los colores de su cabello se intensificaron, y un zumbido surgió desde el fondo de la tierra.

—Siente —dijo Mamá Yaya—. Cierra los ojos y siente.

Isla obedeció. Al instante, todo a su alrededor se desvaneció. Ya no estaba en la cueva, sino en una llanura abierta donde cientos de mujeres y hombres danzaban descalzos, rodeados de tambores. La tierra retumbaba con cada paso, como si el mundo mismo estuviera palpitando al ritmo de sus pies.

Una figura se acercó a ella. Un hombre de piel cobriza, con ojos oscuros como la obsidiana y un tambor en el pecho.

—Soy Macorís, el primer Tamborero —dijo—. Fuiste llamada, Isla. No para oírnos. Para recordarnos.

—¿Recordarlos?

—La tierra canta a través de ti. Pero el Yuma quiere silencio. Olvido. Si logras que el Tambor suene, despertarás lo que dormía. Pero si fallas…

El cielo se oscureció. Los danzantes se detuvieron. Un torbellino negro surgió del horizonte, y todo lo que tocaba se desvanecía.

—¡¿Qué es eso?! —gritó Isla.

—El Yuma no destruye con fuego —susurró Macorís—. Destruye con olvido. Con desarraigo. Roba lo que somos hasta que ya no queda ritmo, ni sabor, ni canto.

Isla cayó de rodillas, el corazón latiendo fuerte. Pero justo cuando la sombra la tocaba, una nota aguda resonó en el aire.

¡Toom!

Un tambor. Uno solo. Pero claro como el día.

Volvió en sí. Estaba de nuevo en la cueva. Mamá Yaya la miraba con lágrimas en los ojos.

—¿Lo escuchaste?

Isla asintió, con la mano sobre el pecho.

—El tambor me habló… y me llamó por mi verdadero nombre.

—Entonces, niña —dijo la anciana con voz grave—, el viaje ha comenzado.

Capítulo 3: Las Lágrimas de la Ceiba

Tres días después de despertar el Tambor Callado, Isla caminaba por los campos de Monte Plata, siguiendo el rastro que solo ella podía sentir: un zumbido suave que venía del suelo, como si algo debajo de la tierra llorara en secreto.

Llevaba consigo una mochila de yarey con tres cosas: una botella de agua bendita, una medalla de San Miguel que Mamá Yaya le colgó al cuello, y un pedazo de papel viejo con un dibujo de un árbol gigantesco. No era cualquier árbol. Era la Ceiba Mayor, uno de los cuatro guardianes ancestrales de la isla. Isla necesitaba encontrarla.

Según las historias de su abuela, la Ceiba era tan vieja que había visto a los taínos danzar bajo su sombra y a los colonizadores cortar la tierra con codicia. Ella guardaba los recuerdos del país, como una madre que no olvida a sus hijos.

Cuando Isla la encontró, sintió escalofríos.

Allí estaba, en el centro de un claro escondido entre colinas, más alta que cualquier otro árbol, con raíces gruesas como serpientes dormidas y una corteza marcada de símbolos que parecían llorar.

Y, efectivamente, la Ceiba lloraba. Gotas espesas y brillantes caían de su tronco, como savia mezclada con lágrimas.

Isla se acercó con respeto. Se arrodilló frente a ella y puso una mano sobre la raíz más vieja.

—Soy Isla, hija de esta tierra. Vengo a pedirte que despiertes.

La Ceiba no respondió con palabras, pero un viento suave giró a su alrededor. Las hojas temblaron y el cielo se nubló por un instante. Entonces, una voz profunda, como la de mil ancestros al mismo tiempo, llenó el claro.

¿Por qué habría de despertar, hija mía, si el mundo olvida?
—No todos olvidan —respondió Isla, con el corazón latiendo—. Yo no. Hay jóvenes que bailan, que siembran, que resisten. ¡Todavía cantamos!

—Cantar no basta cuando el alma de la isla se duerme.
—Entonces enséñame a despertarla.

Hubo un silencio denso. Luego, un sonido grave se alzó desde el interior del árbol. Una raíz se movió y abrió un pequeño hueco a sus pies. De él salió una pequeña esfera de ámbar, palpitante.

—Este es el primer recuerdo de nuestra tierra: la Danza de los Orígenes. Solo tú puedes llevarlo. Pero cuidado, Isla… el Yuma también siente su latido. Y ahora te está buscando.

Al tomar la esfera, Isla vio un destello: cientos de rostros taínos, de mujeres sembrando y niños danzando, de hombres cantando en lengua antigua. Luego, la imagen se rompió como cristal… y una sombra se deslizó por el borde del claro.

Era una silueta oscura, con ojos como pozos sin fondo. El Yuma.

Isla se echó la esfera al pecho y corrió, justo cuando el suelo detrás de ella empezó a marchitarse. La Ceiba rugió y lanzó una ráfaga de viento que detuvo al ser por unos segundos.

—¡Corre, Isla! —gritó la voz ancestral— ¡Corre y despierta a los demás!

Ella corrió, con la esfera palpitando en su corazón, y con un nuevo poder creciendo en su sangre.

Ya no era solo la niña del arcoíris.

Ahora llevaba la memoria de una nación.

Capítulo 4: La Leyenda del Bacá

El camino hacia el próximo Guardián ancestral pasaba por un lugar del que nadie quería hablar demasiado: San Juan de la Maguana, tierra de historia y hechizos antiguos. Allí, según los cuentos, se ocultaban los pactos olvidados, y vivía un ser temido por todos: el Bacá.

Mamá Yaya había advertido a Isla:

—El Bacá no es un monstruo con colmillos, niña. Es peor. Es la sombra de un deseo egoísta. La forma que toma una promesa sucia, hecha para ganar sin sembrar.

Isla llegó al pueblo al anochecer. El aire era denso, y las miradas de la gente eran bajas, como si temieran ser vistos por algo que rondaba incluso en los sueños. Las casas estaban cerradas, y en las esquinas se dejaban platos de comida, frascos de ron y velas negras.

—Es para que no entre a la casa —le susurró una anciana—. Uno le da lo que quiere y él no molesta. Pero si uno se le opone…

No terminó la frase.

Isla supo que no podía pasar desapercibida. El Bacá la sentiría apenas pisara la tierra marcada por pactos.

Esa noche, se refugió en una vieja iglesia abandonada. Allí, en medio de los vitrales rotos, encontró un altar cubierto de símbolos raros: no cristianos, no taínos, sino antiguos, con forma de cadenas entrelazadas.

—¿Qué es esto…? —murmuró, pasando los dedos por la piedra.

Un sonido seco rompió el silencio.

—Es donde lo ataron, una vez. Cuando aún creían que podían encadenar lo que nace del ego —respondió una voz masculina.

Isla se giró. Un muchacho alto, de piel oscura y ojos intensos como fuego apagado la observaba desde las sombras. Llevaba una chaqueta vieja de cuero y una cicatriz en la mejilla.

—¿Quién eres?

—Me dicen Mateo. Soy hijo de un hombre que pactó con el Bacá. Y ahora… soy lo único que lo detiene.

—¿Cómo se detiene algo así?

—No se puede destruir. Solo convencerlo de que ya no tiene dónde anclarse. El Bacá vive en los corazones vacíos, Isla. En los que olvidan que lo bueno toma tiempo. Que sembrar vale más que arrebatar.

Isla sintió un escalofrío. La esfera de la Ceiba palpitó en su pecho.

—Viene por mí, ¿cierto?

—Sí —dijo Mateo—. Ya huele tu poder. Y si logra tocarte… no solo robará tu luz. Se vestirá con ella.

En ese momento, la tierra tembló. Afuera, un mugido extraño se oyó, como si un toro gigante llorara desde el fondo de la tierra. Luego, pasos. Pesados. Lentos. Malditos.

El Bacá.

Isla salió de la iglesia, con el viento girando a su alrededor. El cielo estaba rojo. En medio del polvo, apareció la criatura: una silueta con cuerpo de animal, cara de hombre y ojos huecos. Una cadena arrastraba desde su cuello hasta el suelo, y en su pecho se abría una grieta que absorbía luz.

—Dámelo —gruñó—. Dame el recuerdo. Tú no sabes lo que cargas.

—¡No! —gritó Isla—. ¡Tú eres olvido, yo soy memoria!

El Bacá se lanzó hacia ella. Mateo, desde atrás, tocó un caracol que colgaba de su cuello y una onda vibró en el aire. Isla recordó entonces: el Tambor Callado. Cerró los ojos, puso la mano sobre la tierra y cantó, no con palabras, sino con el alma.

Una melodía vieja surgió de su garganta. No era bella, pero era verdadera. Era un canto de siembra, de sudor, de abuelas bailando en patios. La tierra vibró.

El Bacá se detuvo.

Por primera vez, pareció… confundido. Como si aquella canción le recordara algo que fue antes de ser sombra.

Entonces la grieta en su pecho se cerró un poco. No desapareció, pero tembló.

—Me están olvidando… —murmuró, retrocediendo—. Me están… reemplazando.

Y se desvaneció.

Mateo se acercó. Isla jadeaba.

—¿Lo vencimos?

—No. Pero lo debilitaste. Y eso… ya es más de lo que nadie ha hecho.

Esa noche, Isla comprendió algo nuevo: no basta con recordar el pasado. Hay que sanarlo.

Y así, con Mateo a su lado y la esfera aún brillando en su pecho, siguió su camino.

El segundo Guardián estaba despierto.

Y el Yuma, más hambriento que nunca.

Capítulo 5: El Merengue Roto

El siguiente destino era Santiago, la ciudad corazón. Donde el merengue nació como rebelión, como caricia y como golpe. Pero al llegar, Isla sintió de inmediato que algo estaba mal.

Las calles, antes vivas con música y motores, estaban silenciosas. No por falta de gente, sino por algo más profundo: el ritmo estaba… roto.

—¿Dónde están los tamboreros? —preguntó Isla en una esquina.

Un viejo en una mecedora negó con la cabeza.

—Se fueron. Los que quedan ya no suenan igual. El tambor ya no habla, niña. Está mudo desde hace semanas.

Isla cerró los ojos. Podía sentirlo: el ritmo estaba encadenado, como si un grillete invisible le impidiera moverse. El tercer Guardián estaba allí, pero atrapado.

Esa noche, Isla y Mateo caminaron hasta una colina donde, según Mamá Yaya, antiguamente los campesinos bailaban bajo las estrellas. Allí, entre cañas secas y el crujir del viento, encontraron una pequeña casita vieja, llena de instrumentos colgados en las paredes.

Un anciano los esperaba sentado en una silla tejida, como si supiera que vendrían.

—Así que tú eres la que carga la memoria —dijo—. La niña del arcoíris.

—¿Y usted quién es?

—Me llaman Don Felo, el último Tamborero de Sangre. Mis manos ya no suenan, pero mi pecho aún retumba.

Isla se inclinó con respeto.

—Vengo a despertar al Guardián del Merengue.

Don Felo cerró los ojos.

—Ya no bailan como antes. Ahora mueven el cuerpo, pero no el alma. El merengue se volvió mercancía… y el espíritu se escondió.

—Entonces hay que hacerlo volver.

—¿Tú sabes lo que pide el merengue, niña?

—¿Qué?

Don Felo se puso de pie con lentitud, tomó una güira oxidada y comenzó a marcar un ritmo. Su cuerpo, viejo y encorvado, se llenó de una fuerza invisible. Y dijo:

—El merengue pide honestidad. Nadie puede bailarlo con vergüenza. Hay que sonar con las tripas.

Isla entendió.

Se paró frente a él, cerró los ojos… y bailó. Sin pasos elegantes, sin coreografías. Solo ella, sus pies, y la tierra.

Mateo se unió con un redoblante improvisado. El sonido era sucio, crudo. Pero vivo.

Entonces el suelo tembló. Las cañas bailaron. Y el viento trajo un eco poderoso:

TUUUM PA' TUUM PA' TUUM

Desde el fondo de la tierra surgió una figura: una mujer de caderas anchas, pies de bronce y ojos que brillaban como carnaval. Vestía con pañuelos multicolores y su risa era un trueno.

—¡Por fin! —gritó— ¡Alguien baila con verdad!

Era la Guardiana del Merengue. Su nombre era María Ritmo.

—Te esperábamos, Isla —dijo, girando con los brazos abiertos—. El Yuma casi me borra, pero aún queda son.

Y entonces, desde la colina, cientos de personas comenzaron a llegar. Como guiados por un llamado invisible, campesinos, niños, ancianos… todos comenzaron a bailar. No había música… pero el merengue había regresado.

Isla lloró.

Don Felo la miró con una sonrisa quebrada.

—No salvaste el ritmo, niña. Lo despertaste. Y eso es más difícil.

La esfera del pecho de Isla brilló una vez más.

Tres Guardianes estaban con ella.

Pero la sombra del Yuma también se fortalecía. En silencio, tejía sus trampas.

Y la siguiente prueba… no vendría de lo espiritual.

Vendría del olvido disfrazado de progreso.

Capítulo 6: Ciudad de Concreto

Santo Domingo no era un enemigo.

Pero podía parecerlo.

Isla lo supo apenas cruzó los límites de la ciudad capital. Era otra piel: rascacielos, autopistas, centros comerciales con aire artificial, torres de vidrio que reflejaban un cielo sin estrellas. Mateo la miró con seriedad.

—Aquí no se pelea contra sombras. Aquí, el Yuma te ofrece lo que siempre has querido… y espera que olvides quién eres.

La ciudad era una selva de concreto, y su corazón latía en ritmo digital. No había tambor que resonara aquí; solo el zumbido constante de lo moderno. Sin embargo, Isla no podía ignorar que el cuarto Guardián estaba oculto allí, en lo profundo del cemento.

Y para encontrarlo… debía infiltrarse.

El Club del Silencio

Gracias a un contacto de Mateo, lograron entrar al lugar más exclusivo de la ciudad: un club subterráneo donde sonaba música sin alma, donde la gente bailaba sin tocar el suelo, y donde se negociaban secretos a cambio de visibilidad.

Allí, Isla conoció a una joven vestida de gala con una sonrisa afilada y ojos de neón. Se hacía llamar Diva Lumen, una artista famosa que decía representar “la nueva dominicanidad global”.

—Yo también soy isla —le dijo, sirviéndole un trago con hielo rosado—. Pero la isla del futuro. Limpia. Rápida. Sin lodo ni tambores.

Isla sintió la esfera en su pecho temblar. El Guardián estaba cerca. Pero algo lo retenía.

Diva la miró con compasión fingida.

—Lo tuyo es bonito. Folclor. Color local. Pero eso no vende. Aquí, la única historia que importa es la que exporta.

Isla se levantó. El sabor del trago le quemaba los labios. No era alcohol. Era olvido.

Y entonces lo vio.

En una pared del club, encerrado tras un cristal negro, había un instrumento antiguo: un acordeón taíno de madera, cubierto de polvo y cables.

El Guardián estaba allí. Encerrado como una pieza de museo. Callado.

—¿Por qué lo tienes ahí? —preguntó Isla, la voz temblando.

—Porque es historia —respondió Diva Lumen—. Y la historia debe quedarse quieta.

—No… —dijo Isla—. La historia debe bailarse.

Actuando por puro instinto, Isla se subió a la tarima, arrancó los cables del acordeón y lo abrazó. La esfera de su pecho brilló con furia. Los parlantes crujieron.

Entonces… silencio.

Por un segundo eterno, el mundo se quedó sin ruido.

Y luego, desde las entrañas del acordeón, surgió una melodía inesperada: no merengue, no bachata, no salve. Algo nuevo, algo híbrido. Un ritmo que mezclaba calle y campo, ciudad y monte. El sonido de una generación que no quería elegir entre ser moderna y ser raíz.

El club estalló en caos.

Diva gritó.

El Yuma rugió desde las pantallas del lugar, su rostro descompuesto. Ya no era una sombra. Tenía cara: la de un ejecutivo, la de un político, la de un algoritmo.

Pero Isla no lo temió.

Con el acordeón en brazos y el Guardián despierto, gritó:

—¡NO SOMOS DECORADO!
¡SOMOS MEMORIA EN MOVIMIENTO!

Las luces reventaron. La música fluyó.

Y por primera vez en años, la ciudad sintió un tambor.


Cuatro Guardianes despiertos.

Y el Yuma… más enfurecido que nunca.

El final se acercaba. Y para enfrentarlo, Isla debía regresar a donde todo comenzó:

El Bosque del Silencio.

Donde los tambores fueron enterrados… y la verdad fue ocultada.

Capítulo 7: El Bosque del Silencio

No figuraba en los mapas. Pero Isla lo había soñado.

Un bosque en el corazón de la isla, donde los árboles crecían torcidos y el viento no cantaba. Donde los ancestros fueron enterrados, y también los gritos. Lo llamaban El Bosque del Silencio, porque allí se apagó, siglos atrás, el primer tambor.

Mamá Yaya le había contado:

—Allí escondieron el primer ritmo para que el amo no lo escuchara. Lo enterraron profundo, en tierra húmeda. Pero eso no lo mató. Solo lo hizo esperar.

Isla, acompañada por Mateo y los cuatro Guardianes —La Ceiba, el Tamborero de Sangre, María Ritmo y el Acordeón del Futuro—, emprendió el viaje. Atravesaron campos marchitos, ruinas olvidadas, hasta encontrar un sendero cubierto de ramas viejas que crujían como huesos.

El bosque era gris. Sin pájaros. Sin eco.

Isla no sentía la esfera en su pecho. Como si el silencio la estuviera apagando desde dentro.

—Aquí fue donde lo perdimos todo —murmuró Mateo, tocando un tronco partido—. Aquí mataron la voz de nuestros ancestros.

Avanzaron hasta llegar a un claro. Allí, rodeado de raíces, yacía un tambor enorme, cubierto de hiedra. De madera negra. Grietas profundas lo cruzaban como cicatrices. Isla lo reconoció: el Tambor Primigenio. El primer latido.

Pero cuando intentó tocarlo, una fuerza la arrojó hacia atrás.

Y el cielo se partió en dos.

Desde lo alto cayó el Yuma, ahora completo. No sombra, no concepto. Era un hombre hecho de piedra y humo, con traje de oro y una máscara sin ojos. De su pecho colgaban llaves: de fábricas, de tierras robadas, de voces calladas.

—Has despertado a los cuatro, Isla —dijo con voz hueca—. Pero te falta el último. El tambor madre. Y ese… me pertenece.

—¡No te pertenece nada! —gritó Isla, poniéndose de pie—. Solo tomaste lo que nadie defendía. Pero ahora estamos aquí.

El Yuma extendió sus manos y el bosque tembló. De la tierra surgieron espectros mudos, figuras encadenadas que arrastraban cadenas de palabras no dichas. Avanzaron hacia ella.

—Este es tu legado, Isla. Silencio. Vergüenza. Huida.

Mateo intentó pelear. María Ritmo marcó el paso. El Acordeón sonó fuerte. Pero el Tambor Primigenio seguía dormido.

Isla cayó de rodillas.

—No puedo… no me escucha…

Entonces, una voz.

Suya.

De niña.

—Canta, Isla. Como te enseñé. Aunque nadie te escuche. Aunque tiemble. Canta.

Era la voz de su madre. O tal vez de la isla misma.

Y Isla cantó.

No un canto perfecto, ni afinado, ni técnico.

Cantó un lamento.

Por lo perdido. Por lo roto. Por lo escondido.

Cantó por los que cruzaron el mar, por los que se quedaron sin nombre, por los que hablaron en lengua inventada solo para sobrevivir.

Y el tambor, por fin, despertó.

Un estruendo rompió el suelo. Un latido tan fuerte que hizo sangrar las piedras. Los espectros cayeron. El Yuma gritó, su máscara rajándose por la mitad.

El Tambor Primigenio se alzó. Isla lo abrazó.

—No venimos a pelearte, Yuma —dijo, su voz firme—. Venimos a recordarte lo que tú también fuiste.

—¿Qué…? —jadeó él, cayendo de rodillas.

—Un ritmo. Un pulso. Antes de que el poder te corrompiera.

Y entonces, lo impensable: Isla lo perdonó.

El Yuma gritó una última vez y se hizo viento. No desapareció. Pero se dispersó.

Porque lo opuesto al olvido… no es el odio.

Es el recuerdo vivo.


Cinco Guardianes.
El Tambor despierto.
La Isla, otra vez entera.

Pero Isla sabía que la historia no había terminado.

Porque ahora… debía enseñarla.

El Tambor No Se Calla

Volvió a la ciudad con los pies sucios y el alma encendida.

Volvió con cinco ritmos en el pecho, cinco Guardianes a su alrededor… y una nueva misión: no dejar que el tambor vuelva a dormirse.

Isla fundó un espacio en el corazón de Santo Domingo. No era escuela, no era templo, no era museo. Era todo a la vez: un rincón de tierra viva donde la música no se enseñaba… se compartía.

Mateo grababa los cantos. María Ritmo enseñaba a bailar sin vergüenza. Don Felo, aunque ya no tocaba, narraba las historias del cuero y la madera. Los niños llegaban con tenis sucios, con celulares en los bolsillos, y aprendían a silbar los ritmos viejos en medio de la modernidad.

Y el Tambor Primigenio… no volvió a dormir.

Ahora sonaba los domingos. Sonaba cuando nacía un niño. Sonaba cuando alguien lloraba y necesitaba recordar que el dolor también puede tener compás.

A veces llegaban turistas. A veces llegaban viejos músicos. A veces llegaba solo el viento.

Y aun así, nunca faltaba el ritmo.


Una tarde, Isla se sentó bajo una ceiba.

Tenía en las manos un cuaderno: sus canciones, sus pasos, sus derrotas. Todo lo que había vivido desde que Mamá Yaya le dijo que era más que cuerpo: era tambor, era historia.

Una niña se le acercó. Tenía los ojos brillantes.

—¿Tú eres la Isla?

—Yo soy una —respondió ella—. Pero hay muchas más. Tú, por ejemplo.

La niña sonrió. Y en sus manos, llevaba una güira de juguete.

Y entonces Isla supo:

El tambor no se hereda. El tambor se despierta.

Una y otra vez.
Como el mar.
Como el sol.
Como la isla.


FIN




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