Capítulo 101: No basta con decir la verdad
Joseph había dejado su celular sobre la mesa.
Apagado.
No quería verlo.
No quería saber si el video estaba funcionando o no.
Pero Alex llamó.
Insistió.
—Joe.
—¿Lo viste?
Joseph tardó en responder.
—No.
—Se viralizó. Ya pasó los 15 millones.
—Las redes están llenas de comentarios.
—Medios que antes la destruyeron ahora publican titulares
con “perdón”, “empatía”, “comprensión”.
Silencio.
—¿Y ella?
—Aún no se sabe dónde está.
Joseph cerró los ojos.
Apretó los dientes.
Entró a redes.
Su nombre era tendencia mundial.
“#PerdónLili”
“#JosephTamashiHabló”
“#NoFueUnMontaje”
“#ElAmorNoSeFinge”
Cientos de influencers, creadores de contenido,
cantantes y actores estaban compartiendo el video con palabras de aliento.
Algunos lloraban.
Otros decían que jamás habían visto a un artista “tan real”.
“Nunca debimos atacarla. Perdón.”
“Estoy llorando. Qué horror todo lo que pasó.”
“Joseph, qué valiente. Qué necesario.”
Joseph deslizó.
Y deslizó.
Y luego se detuvo.
Porque aunque los comentarios eran millones…
Lili aún no estaba en casa.
Aún no lo miraba a los ojos.
Aún no recordaba que lo amaba.
Entró al perfil de Kaori, ella había reactiva sus redes
Seguía negando todo.
Publicó un comunicado ambiguo.
“Lamento profundamente lo que algunas
personas están malinterpretando.
Mi intención jamás fue herir a nadie.
En su momento aclararé todo. Por ahora, respeto el dolor ajeno.”
Joseph lanzó el celular al sofá.
—Cobarde —susurró.
No podía celebrar.
No cuando recordaba el cuerpo de Lili en el agua.
No cuando aún la oía decir “lo siento” en su último mensaje.
No cuando no podía abrazarla.
Decir la verdad no lo curaba todo.
Pero sí era un comienzo.
Horas después, Alex le mandó una foto.
Era borrosa.
Desde lejos.
Pero Joseph la reconoció de inmediato.
Mía.
Con Anyu.
Sentadas en una banca.
Mirando un celular.
Y aunque era solo una imagen…
Él supo que estaban viendo el video.
—Dios… —susurró—. Por favor, que lo haya sentido.
Joseph no pudo dormir.
Esa noche caminó por todo el apartamento que antes compartió con ella.
Tocó la guitarra sin tocarla.
Se sentó en la silla donde ella componía.
Miró las paredes.
La taza que aún tenía su marca de lápiz labial.
Y pensó:
“Si ella vuelve… si realmente vuelve…
nunca más volveré a callarme.”
Y al fin, cuando el sol comenzaba a subir, cerró los ojos con una sola imagen:
La de Lili mirándolo, con esa sonrisa tímida,como si el mundo no importara,
si él estaba allí.
Capítulo 102: El peso de sostenerla
Anyu había sostenido muchas veces a Lili.
Cuando el colegio dolía.
Cuando su madre enfermó.
Cuando los stream no salían bien.
Pero nunca así.
Nunca con el cuerpo temblando como si fuera una hoja.
Nunca con los ojos vacíos de presente.
Nunca tan frágil…
tan rota.
Lili dormía ahora.
O al menos eso intentaba.
Tenía el cuaderno abrazado al pecho como un salvavidas.
Su rostro estaba marcado por la ansiedad y el llanto contenido.
Anyu no podía más.
No quería hacer esto sola.
No debía hacerlo sola.
Tomó su celular.
Marcó.
Esperó.
—¿Hola?
La voz de Joseph era ronca.
Había estado llorando. O no había dormido.
Anyu tragó saliva.
—Está conmigo.
Silencio.
—¿Qué?
—Lili. Mía. Como quieras llamarla… Está aquí. Está conmigo.
Joseph no respondió de inmediato.
Y Anyu se permitió un segundo para sentirlo también:
El alivio.
El nudo deshaciéndose.
—¿Cómo está? —preguntó al fin.
Anyu miró hacia la habitación.
—Respira. Come poco. Tiembla mucho.
No recuerda nada. Pero… tu voz la hizo llorar.
Joseph exhaló con fuerza al otro lado del teléfono.
—¿Dónde están? ¿Puedo ir?
—No aún. No de golpe.
Le mostré el video, sí. Pero no sabe cómo encajar todo esto.
Y no quiero que la abrumes sin querer.
Silencio.
—Lo entiendo —dijo él.
Y se notaba que le dolía.
Que todo dentro de él le gritaba que corriera, que la abrazara,
que la mirara a los ojos.
Pero también sabía… que había cosas que debían sanar con tiempo.
—Hay momentos —dijo Anyu—, donde te mira como si te recordara.
Pero luego se pierde.
Otras veces, cuando oye música, canta sin pensar…
letras que no sabe que son suyas.
Está empezando. Pero es un proceso largo.
Joseph asintió en el silencio.
Ella lo sentía del otro lado.
—No me iré —dijo él de pronto—. Me quedaré en República.
Todo el tiempo que haga falta.
Así no me vea, así no me recuerde…
Estaré aquí.
Anyu sintió las lágrimas en su garganta.
No por él, sino porque por primera vez en semanas…
no estaba sola cargando todo el peso.
—Gracias —murmuró.
—Gracias a ti —respondió Joseph—. Por salvarla.
Por no rendirte.
Antes de colgar, Anyu le dijo una última cosa:
—No lo arruines, Joseph.
Esta vez…
si vuelve a romperse, no la vamos a
poder juntar de nuevo.
Joseph respondió con lo único que podía decir:
—No lo haré.
Y esa noche, por primera vez desde la caída,
Anyu durmió sabiendo que ya no era la únicaCapítulo 103: Quedarse sin tocar
Joseph caminaba por la acera con una bolsa en la mano.
No era comida.
Eran recuerdos.
Unos audífonos viejos que Lili había olvidado en el estudio.
Un pequeño cuaderno de notas donde garabateó
una idea que nunca se convirtió en canción.
Una pulsera de hilo rojo que él mismo
había tejido durante una tarde de lluvia.
Nada de eso tenía valor para el mundo.
Pero para ella…
podría ser una chispa.
Si alguna parte de su alma seguía latiendo debajo de ese silencio.
No fue al apartamento directamente.
No podía.
Le había prometido a Anyu no irrumpir.
Y se lo debía también a ella.
A Lili.
Así que fue al buzón.
El de abajo.
Donde nadie revisa ya porque todo es digital.
Metió la bolsa.
Le dejó una nota.
“Solo si algún día te suena familiar.
–J.”
No firmó como Joseph Tamashi.
No puso fecha.
No esperaba respuesta.
Pero se permitió soñar.
Volvió dos días después.
Y el buzón estaba vacío.
No preguntó nada.
No llamó a Anyu.
No insistió.
Solo dejó otra cosa.
Esta vez, un pendrive.
Contenía una versión instrumental de la primera
canción que compusieron juntos.
Una versión sin voz.
Solo acordes.
Como si la estuviera esperando.
Durante los días siguientes, Joseph se quedó,
hospedado en un lugar sencillo, lejos del bullicio.
Cada mañana escribía una carta.
Y la rompía.
Cada tarde pasaba frente al
departamento de Anyu y se iba sin mirar hacia arriba.
Cada noche pensaba en su voz,
y en cómo debía sonar diferente dentro de ella ahora…
como un eco,
como un fragmento que aún no encuentra su lugar.
Una vez la vio de lejos.
Anyu la acompañaba.
Ella reía.
Fue una risa pequeña, tímida, breve.
Pero suficiente.
Joseph se apoyó contra una pared.
Respiró hondo.
Y no se acercó.
Porque si realmente la amaba,
tenía que aprender a esperarla,
sin condiciones.
Esa noche, decidió volver al
departamento y compuso una nueva canción.
Una que no tenía letra todavía.
Solo el ritmo de su esperanza.
Y la nombró como la primera vez que la vio por pantalla.
“Luz de Caribe.”
Capítulo 104: Algo que tiembla por dentro
El departamento aún olía a ella.
Había algo en el aire —el perfume suave que usaba,
el eco de risas atrapadas entre paredes,
la taza con grieta en la alacena que Joseph se negaba a mover.
A veces se sentaba en el sofá solo para cerrar los ojos y
pretender que ella estaba allí, a un par de pasos,
tarareando algo, regando las plantas que ya comenzaban a marchitarse.
Joseph vivía en pausa.
Y esa pausa tenía nombre: esperanza.
Cada mañana, bajaba en silencio y dejaba algo en el
buzón del edificio donde vivía Anyu con Mía.
Pequeños fragmentos.
No cartas de amor.
No súplicas.
Solo objetos. Huellas. Ecos.
Esa mañana, dejó la pulsera roja.
La misma que Lili había usado durante meses y que él
había recogido del suelo del estudio sin que ella se diera cuenta.
Cerró el buzón con cuidado.
No necesitaba verla.
No necesitaba que supiera que era él.
Solo quería estar presente.
Sin asfixiar.
Esa misma tarde, Anyu bajó por el correo.
Entre facturas, volantes y papeles innecesarios, encontró la pulsera.
Se quedó quieta.
Reconoció el tejido.
Lo sostuvo entre los dedos.
—¿Joseph? —murmuró.
Subió sin decir nada.
Mía estaba sentada en el suelo, rodeada de papeles.
Dibujaba sin rumbo. No palabras,
solo líneas, sombras, curvas extrañas.
Parecían abstracciones.
Pero Anyu reconocía ese patrón.
—¿Te suena familiar?
Mía miró la pulsera.
La tomó con cuidado, como si temiera romperla.
Su mirada se detuvo.
Y entonces, se llevó la muñeca a la nariz y cerró los ojos.
Anyu contuvo el aliento.
Pasaron unos segundos.
Y Mía susurró algo muy bajo:
—¿Quién… me la dio?
—¿Qué sentiste? —preguntó Anyu, con voz temblorosa.
—Tristeza —respondió Mía, sin abrir los ojos—. Pero bonita.
Anyu se agachó frente a ella.
—Tal vez sea amor.
Mía no respondió.
Solo se puso la pulsera en la muñeca izquierda,
como si ya supiera dónde iba.
Y volvió a su dibujo.
Ahora, entre las formas abstractas, aparecía un rostro.
Aún borroso.
Pero los ojos eran claros.
Y sonreían.
Esa noche, Joseph encontró una foto en su celular.
No decía nada.
Era solo la pulsera en la muñeca de Lili.
Anyu no necesitó agregar palabras.
Y él…
lloró.
Por primera vez, no de pérdida.
Sino porque había algo,
aunque diminuto,
que volvía.
Capítulo 105: Entre lo que fui y lo que me hizo sentir viva
Era temprano.
Anyu estaba preparando café
cuando escuchó la voz suave detrás de ella.
—Quiero verlo.
Se giró, sorprendida.
—¿A quién?
Mía se acercó despacio, con la pulsera roja en la muñeca.
Se tocaba los dedos con nerviosismo.
—Al del video… Joseph. Quiero verlo.
Anyu dejó la taza en la mesa,
sin atreverse a sonreír de golpe.
—¿Estás segura?
—No. Pero algo en mí… lo necesita.
Joseph llegó una hora después.
No preguntó, no tembló, no corrió.
Solo subió los escalones
como si cada paso pudiera romper algo sagrado.
Cuando entró, Mía ya lo esperaba sentada en el sofá.
Vestía una blusa blanca y jeans,
sencilla, sin maquillaje.
Y lo miró como si no supiera si tenía que saludar o huir.
—Hola —dijo él primero.
Ella asintió.
Silencio.
—¿Puedo sentarme?
Ella asintió otra vez.
Lo hizo, a una distancia prudente.
—No recuerdo nada —murmuró Mía.
Joseph tragó saliva.
No iba a llorar. No otra vez.
—No tienes que hacerlo. Estoy aquí igual.
Ella lo miró de nuevo, y esa vez, sostuvo la mirada.
—Tu voz me hizo sentir… viva.
Aunque no sabía por qué.
Él bajó la mirada.
No podía tocarla.
No debía.
—Gracias —susurró.
Iban a seguir hablando cuando tocaron la puerta.
Anyu se levantó para abrir.
Y entonces, todo se detuvo.
—¡Mía! —dijo la voz masculina al otro lado.
Mía se congeló.
Joseph frunció el ceño.
El chico entró sin esperar.
Tenía unos 23 años, cabello rizado, expresión nerviosa.
Llevaba flores en una mano y una mochila al hombro.
—Te he estado buscando todos estos días,
desde que desapareciste.
No me respondías los mensajes —dijo con desesperación.
Mía se puso de pie.
—Ah… Alan.
Joseph se tensó.
El chico la miró con alivio.
—Gracias a Dios estás bien.
Te dejé tu medicina en la clínica.
Me asusté cuando supe que no habías ido
desde hace más de un mes.
Joseph se levantó también, sin decir nada.
—¿Quién… es él? —preguntó Alan,
mirándolo con desconfianza.
Anyu no respondió.
Mía bajó la mirada.
Estaba atrapada.
—Él… es Joseph Tamashi.
Alan soltó una risa tensa.
—¿El cantante?
Joseph lo miró en silencio.
—Ella no es Lili —dijo Alan, directo—.
Se llama Mía. Así fue registrada cuando la trajeron.
Yo estuve ahí cuando despertó.
Cuando no sabía ni cómo caminar.
El ambiente se volvió denso.
Anyu apretó la mandíbula.
Mía retrocedió un paso.
Joseph seguía quieto, mirando al chico
como quien estudia una tormenta.
—Gracias por cuidarla —dijo Joseph al fin—.
Pero ella tiene derecho a descubrir quién es.
No a que tú decidas por ella.
Alan se tensó.
—¿Y tú? ¿Eres el tipo que no estuvo cuando
ella cayó por ese acantilado?
Silencio.
Mía apretó los ojos. El dolor estaba creciendo.
Era como si su cabeza ardiera.
—¡Basta! —gritó de pronto.
Todos la miraron.
Ella respiró agitada.
—No sé quién soy. ¡No sé!
Solo sé que me duele. Que todo me duele.
Y que este… —señaló a Joseph—
me hace sentir cosas que no entiendo.
Y tú… —miró a Alan—, me salvaste, sí,
pero no puedes protegerme de mí misma.
Alan tragó saliva.
—Solo no quiero verte sufrir otra vez.
—Tal vez necesito sufrir —dijo ella, sin miedo.
Alan bajó la mirada. Dejó las flores sobre la mesa.
—Estaré afuera —dijo. Y se fue.
Anyu fue detrás.
Mía se sentó, respirando con dificultad.
Joseph la observaba, sin moverse.
—No tienes que decidir nada —murmuró él.
Ella lo miró.
—No quiero decidir con la cabeza.
Quiero recordar con el corazón.
Joseph cerró los ojos por un segundo.
Y entonces le extendió la mano.
—Entonces empecemos por el primer paso.
Solo si tú quieres.
Mía lo miró.
Lenta, temblorosa, le tomó la mano.
Y aunque no recordó todo,
una lágrima cayó justo en el mismo
lugar donde su piel y la de él se tocaban.
Como si la memoria aún habitara allí.Esperando.
Capítulo 106: El que se queda cuando nadie más lo hace
Alan había aprendido a vivir con poco.
Un cuarto en la residencia del hospital.
Turnos eternos.
Silencios incómodos.
Pero cuando la trajeron…
Cuando ella llegó, empapada, inconsciente,
con el cuerpo cubierto de golpes y
la piel fría como el mar que la escupió…
todo cambió.
Nadie sabía su nombre.
Ni siquiera ella.
Y Alan decidió, sin pedir permiso,
quedarse.
Fue él quien la bañó la primera vez.
Con guantes, con cuidado. Con respeto.
Fue él quien leyó para ella mientras dormía,
quien colocaba música suave junto a la cama.
Cuando despertó por primera vez, él estaba ahí.
Sosteniéndole la mano.
Sin exigirle nada.
Ella no hablaba.
No lloraba.
Solo lo miraba.
Y él sintió que esa mirada bastaba.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó una noche.
Ella negó con la cabeza.
—Está bien —susurró él—. Te buscaré uno.
Y al día siguiente, cuando le llevó flores, dijo:
—Mía.
Porque ya eres parte de mi vida.
Y eso te hace mía…
aunque no te lo pida.
Ella sonrió.
Y él se engañó pensando que bastaría.
Durante semanas vivieron una rutina que parecía suya.
Él trabajaba.
Ella se rehabilitaba.
Poco a poco, caminaba.
Poco a poco, hablaba.
Y él estaba ahí para cada paso.
Hasta que ella comenzó a soñar.
Se despertaba con lágrimas en los ojos.
Sus manos buscaban algo en el aire.
A veces murmuraba un nombre que él no entendía.
Y en lugar de acercarla,
la perdía.
Después vino los llantos de media noche.
Y luego la música.
Y después… ese maldito video.
Ella no hablaba mucho, pero desde que lo vio…
ya no lo miraba igual.
Ya no buscaba su voz.
Ya no reía con sus chistes.
Comenzó a escribir de nuevo.
A cantar en voz baja.
A mirar por la ventana
como si supiera que alguien la esperaba allá afuera.
Y él sintió miedo.
Por primera vez, miedo de verdad.
Cuando se presentó en el
apartamento y la encontró con él,
con ese tipo de las canciones,
con ese rostro famoso y ojos llenos de culpa…
Alan entendió.
Entendió que estaba perdiendo algo que nunca fue suyo.
Esa noche se encerró en su habitación.
Lanzó el estetoscopio contra la pared.
Se miró al espejo.
Y lo odió.
Porque no podía competir con una historia que él no conocía.
Porque no era una canción, ni un sueño, ni un recuerdo perdido.
Era solo Alan.
El que la cuidó cuando nadie más lo hizo.
El que se enamoró de su silencio.
El que pensó, por un momento,
que el amor se podía construir desde cero,
si uno era lo bastante bueno.
Pero el corazón no sigue normas.
No premia sacrificios.
El corazón solo recuerda.
Y ella…comenzaba a recordar.
Capítulo 107: Dos formas de sostenerla
El silencio en el pasillo se sentía denso, casi irrespirable.
Anyu se había ido a comprar
algunas cosas para la cena.
Mía dormía después de una tarde
emocionalmente agotadora.
Y Joseph… simplemente bajó por aire.
Lo que no esperaba era encontrarlo ahí,
sentado en las escaleras del edificio.
Alan.
El mismo chico que había irrumpido días atrás.
Que había pronunciado el
nombre "Mía" como si fuera un derecho.
Sus ojos se cruzaron.
Joseph no se detuvo.
Tampoco retrocedió.
Se sentó junto a él.
Silencio.
Unos minutos. Quizás más.
Fue Alan quien habló primero.
—¿Te parece justo?
Joseph giró el rostro.
—¿Qué cosa?
—Llegar cuando ya otros estaban
intentando levantar los pedazos.
Joseph apoyó los codos en las rodillas.
—¿Y te parece justo impedir que ella los
junte todos solo porque tú estuviste ahí primero?
Alan lo miró. No con odio.
Con algo peor: dolor contenido.
—Yo la bañé cuando no podía ni caminar.
Le leí, le cociné, la hice reír cuando no sabía ni su nombre.
Tú tienes recuerdos.
Yo tengo cicatrices por cuidarla en silencio.
¿Crees que eso no cuenta?
Joseph cerró los ojos un segundo.
—Claro que cuenta.
Cuenta más de lo que crees.
—Entonces, ¿por qué siento que todo se me escapa?
Joseph lo miró ahora sí, directo, sin altivez.
—Porque nunca fue tuya.
Y tampoco mía.
Ella es suya.
De sí misma.
Alan tragó saliva.
—¿Sabes lo que duele más?
Pensar que si tú no hubieras aparecido, tal vez ella…
me habría elegido.
Joseph asintió con pesar.
—Tal vez.
O tal vez no.
—¿Y si vuelve contigo? ¿Y si lo recuerda todo y me borra?
Joseph respiró profundo.
—Yo no estoy aquí para forzar nada.
Estoy aquí… para quedarme si ella quiere.
Y para irme si ella no me recuerda.
Alan apretó los puños.
—¿Y si se queda en medio?
Joseph lo pensó.
—Entonces sufriré con ella. Pero no me iré.
El silencio volvió.
Y esta vez…
se sintió menos pesado.
Más sincero.
Joseph se puso de pie primero.
—No te odio —dijo—. Y no quiero quitarte nada.
Solo quiero acompañarla.
Si me deja.
Alan lo miró desde abajo.
Ya sin rencor, solo… rendido.
—Si algún día ella vuelve a ser Lili…
y decide que eres su casa…
prométeme que la vas a cuidar.
Incluso más de lo que yo lo hice.
Joseph sostuvo su mirada.
Y asintió.
—Lo prometo.
Y cuando Joseph subió,
Alan se quedó en las escaleras.
Solo.
Pero por primera vez, sin culpa.
a veces también significa dejar ir.
Capítulo 108: Buscarse en lo que no se recuerda
La mañana llegó con un cielo gris.
Uno de esos días donde todo parece envuelto en silencio.
Como si hasta el mundo tuviera miedo de decir algo que hiera.
Mía despertó con la mente extrañamente ligera.
No había soñado.
O tal vez sí, pero no lo recordaba.
Había algo en su pecho.
No era tristeza exactamente.
Tampoco alegría.
Era… vacío.
Y eso, a veces, dolía más.
Después de desayunar en silencio, miró su celular.
Tenía un mensaje sin leer.
Alan:
¿Puedo pasar a dejarte los análisis de seguimiento?
Lo pensó un segundo.
Luego escribió algo diferente.
Mía:
¿Quieres salir?
Alan tardó unos minutos. Luego respondió.
¿Ahora?
Sí.
Solo caminar.
Hablar un rato.
Una hora después estaban caminando por un parque sencillo, cerca del mar.
No había multitudes.
Solo brisa, algunos pájaros, y niños corriendo lejos.
Mía se sentía extraña.
Libre, pero no ligera.
Como si cada paso cargara con una duda distinta.
—Gracias por venir —dijo ella.
Alan sonrió.
—Siempre voy a venir si me llamas.
Ella bajó la mirada.
No quería herirlo.
Pero tampoco sabía cómo ser honesta sin romper algo.
—No recuerdo quién fui.
Pero a veces siento cosas que no encajan con lo que vivo ahora.
Alan asintió.
—Lo entiendo.
—Y cuando escuché esa canción en el video…
—Mía hizo una pausa— fue como si mi alma gritara por dentro.
Como si me estuviera buscando a mí misma.
Alan tragó saliva.
—¿Y por eso me llamaste hoy?
—No —dijo ella sin dudar—.
Te llamé porque necesitaba hablar con
alguien que no me mira como si esperara que yo vuelva a ser otra.
Alan se detuvo.
—¿Crees que Joseph espera eso?
—No lo sé. Pero sé que sus ojos me miran con amor…
y eso me da miedo.
Porque siento que no lo merezco.
Porque siento que, si un día recuerdo todo…
voy a romperme de nuevo.
Se sentaron en una banca, frente al mar.
Alan sacó de su mochila un termo con té.
—¿Sabes qué me asusta a mí?
—dijo, sirviéndole un poco—.
Que todo esto solo sea temporal.
Que cuando vuelvas a ser quien eras,
ya no quede nada de este tú que conocí.
—¿Y si nunca vuelvo? —preguntó ella.
Alan la miró, y por un segundo,
su mirada no fue la del cuidador, ni la del enamorado.
Fue la de alguien al borde de la renuncia.
—Entonces me quedaré con la Mía que tengo.
Y si un día desapareces…
al menos sabré que te cuidé con todo lo que fui.
Ella no respondió.
Solo sostuvo la taza
caliente con ambas manos.
El mar se agitaba a lo lejos.
Y el viento le trajo un aroma familiar.
No de Alan.
De algo más.
Una canción.
En su cabeza.
Como un eco lejano.
No logró recordarla.
Pero su corazón… sí la reconoció.
Y por un instante,
una lágrima solitaria se le escapó.
Alan no preguntó por qué.
Solo le ofreció su hombro.
Ella apoyó la cabeza.
Y el sol, por un instante, rompió las nubes.
Pero el cielo seguía sin ser del todo claro.
Capítulo 109: El espacio entre lo que fue y lo que podría ser
Joseph despertó tarde.
Había pasado gran parte de la madrugada escribiendo.
Las palabras fluían, pero ninguna era suficiente.
Porque desde que la vio —Mía, Lili, esa mezcla de todo y nada—
su mundo se había vuelto una canción sin coro.
No sabía cómo continuarla.
Cuando bajó a la cocina, Anyu estaba revisando su celular.
Tenía una expresión rara.
—¿Todo bien? —preguntó él, sirviéndose café.
Anyu dudó. Luego lo soltó.
—Mía salió con Alan.
El café dejó de fluir.
Joseph no se giró. Solo lo escuchó.
Sintió cómo el aire a su alrededor se espesaba.
No preguntó dónde ni cuánto tiempo.
No lo necesitaba.
Sabía que esa noticia no era sobre Alan.
Era sobre ella, y sobre lo que él ya no podía controlar.
Pasó el resto de la mañana en el estudio casero.
Intentó grabar. No funcionó.
Intentó componer. Tampoco.
En su libreta escribió lo mismo cinco veces:
"No me corresponde decirle a quién mirar."
Y aun así,
le dolía.
Porque mientras él pensaba en cómo reconstruir un camino para los dos,
ella estaba tomándose té con otro.
Con el mismo otro que estuvo cuando él no.
Y eso…
era justo.
Pero también era cruel.
Por la tarde, abrió una caja que había evitado desde su llegada.
La caja de Lili.
Fotos, notas, acordes, dibujos, grabaciones de voz.
Y una pulsera rota.
La misma que él había encontrado en la playa.
La que ella llevaba cuando cayó.
La apretó en el puño.
Como si al hacerlo pudiera recuperar algo.
Como si le sirviera de ancla para no hundirse otra vez.
Más tarde, se quedó en la habitación que una vez compartieron.
Olía a ella aún.
A ese perfume suave, apenas floral.
A ese espacio donde él la había amado con cada parte de sí.
Y ahora, ese mismo espacio estaba lleno de distancia.
Llena de dudas que él no podía resolver por ella.
Cuando Anyu volvió, encontró a Joseph en el balcón.
Tenía los ojos en el cielo, pero no veía nada.
Ella se sentó a su lado.
—¿Quieres hablar?
—No —dijo él—. Solo necesito no quebrarme aún.
Anyu lo miró con ternura. Y también con rabia.
Porque sabía cuánto había sufrido Lili.
Pero también sabía cuánto sufría él ahora.
—Mía no recuerda —susurró—.
Pero no es tu culpa.
Y tampoco puedes quedarte esperando
que vuelva a ser quien fue solo porque tú sigues amándola.
Joseph apretó los labios.
Y luego, con la voz rota, respondió:
—¿Y si no vuelve?
—Entonces tienes que decidir si puedes amarla tal como es ahora.
Esa noche, Joseph volvió al estudio.
Se sentó frente al piano.
Y por primera vez en semanas,
compuso algo nuevo.
No una canción de amor.
Ni de dolor.
Sino una canción para dejarla ir,
si ese era el camino que ella elegía.
Y aun así,
cada nota sonaba a esperanza.
Aunque doliera.
Aunque no fuera para él.
Capítulo 110: Algo en mí ya lo sabía
La tarde cayó sin hacer ruido.
Mía volvió a casa en silencio.
Alan la dejó en la entrada con una sonrisa calmada,
un “me avisas si necesitas algo” y una dulzura que casi dolía.
Todo estuvo bien.
Demasiado bien.
Y eso fue lo que más la inquietó.
Porque al cerrar la puerta tras de sí, no sintió alivio.
Sintió… ausencia.
Como si hubiera esperado otra cosa.
Como si el lugar donde debía ir
su tranquilidad se sintiera vacío.
—¿Te fue bien? —preguntó Anyu desde la cocina,
cortando algo para la cena.
Mía se encogió de hombros.
—Sí, fue… tranquilo.
Anyu asintió sin decir nada más, pero sus ojos,
siempre tan agudos, la observaron con atención.
Mía subió a su cuarto.
Se tumbó en la cama sin quitarse los zapatos.
Miró el techo como si pudiera encontrar
respuestas entre las grietas de pintura.
Y ahí fue cuando volvió la canción.
Esa que aún no tenía letra.
Esa que no recordaba haber escuchado conscientemente,
pero que su alma parecía cantar en silencio cada noche.
Se levantó y se sentó frente al cuaderno
donde últimamente dibujaba más que escribía.
Tomó un lápiz.
Y sin pensarlo, dibujó unos ojos.
Profundos. Oscuros. Tristes.
No eran los de Alan.
Eran… otros.
Aquella noche soñó otra vez.
Pero esta vez no era un recuerdo borroso, ni una escena rápida.
Fue un sueño nítido,
doloroso y tan real que al despertar,
sentía la garganta apretada.
En el sueño, estaba bajo la lluvia.
Empapada.
Frente a un hombre que lloraba sin lágrimas.
—¿Por qué no me respondiste? —le decía ella—.
Te llamé. Te necesitaba. Estaba rota.
Él se arrodillaba. Sostenía una carta.
Su voz temblaba.
—Tenía miedo de que me odiaras.
Y entonces, en el sueño, ella lo abrazaba.
Y ambos lloraban como si se hubieran perdido por siglos.
Cuando despertó, tenía el rostro mojado.
Había estado llorando de verdad.
No bajó a desayunar.
No habló con nadie ese día.
Anyu subió al mediodía.
—¿Estás bien?
Mía asintió.
—Solo estoy… cansada.
—¿Del cuerpo o del alma?
Mía no respondió.
Anyu se sentó a su lado en la cama.
—Puedo decirte algo, ¿como amiga, no como adulta que se preocupa?
Ella asintió.
—Alan es bueno. De esos que te salvan.
Pero tú no necesitas un salvavidas…
Necesitas encontrar tu orilla.
Y tú sabes, aunque no lo digas…
que esa orilla tiene nombre.
Mía no respondió.
Solo bajó la mirada.
Y en voz muy baja, como si revelara
un secreto incluso para sí misma, dijo:
—¿Y si ya lo amé una vez…
y aún sin recordarlo…
sigo amándolo?
Anyu la abrazó sin decir nada.
Porque a veces, el corazón
recuerda mucho antes que la mente.
Y en algún lugar de su pecho,
algo en Mía ya lo sabía.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Un blog con todo lo que me gusta, Fanfic ,Recomendaciones, entre otras cosas, que te pueden gustar. Pero recuerda este es mi espacio asi que no olvides comentar con moderación.